Regulación, tramitomanía y corrupción: el freno invisible que nos cuesta el desarrollo
Uno de los costos más altos que paga Costa Rica no aparece en el presupuesto nacional, pero está en cada carretera que no se construye, cada empresa que no nace, cada inversión que no se materializa. Es el costo de la regulación excesiva. Una red enmarañada de normas, requisitos y trámites que, en nombre del control, termina asfixiando la acción pública, desincentivando la iniciativa privada y abriendo la puerta a la corrupción.
Costa Rica tiene una deuda con la eficiencia regulatoria. Y no lo digo yo. Lo dicen todos los indicadores relevantes. Según el último informe del Doing Business del Banco Mundial (2020), estamos en la posición 144 en facilidad para iniciar un negocio. El índice de calidad regulatoria del Banco Mundial nos ubica apenas en el percentil 56. Y el Índice de Competitividad Global nos deja en la casilla 62 entre 141 países, con debilidades marcadas en eficiencia institucional y tramitología. En otras palabras, estamos a medio camino de los estándares que exigen los tiempos modernos, pero seguimos actuando como si fuéramos campeones en agilidad administrativa.
¿Dónde se manifiesta este problema? En casi todos los sectores. Uno de los casos más patéticos es la expansión de la red 5G. Cuanto tiempo tuvimos que esperar para que «soltaran las frecuencias». Se recuerdan aquella Presidente Ejecutiva del ICE del PAC que decía que no le interesaba el asunto porque los ticos lo único que querían con el 5G era jugar y ver películas? ¿Resultado? Las inversiones se estancaron, los operadores no pudieron desplegar infraestructura, y seguimos hablando de transformación digital mientras nos conectamos con redes de hace una década. No fue sino hasta esta administración que las cosas empezaron a moverse.
Otro ejemplo vergonzoso es la carretera a San Carlos. Iniciada en 2005, sigue incompleta casi 20 años después. Las razones: apelaciones administrativas, conflictos legales, falta de expropiaciones, cambios contractuales. Lo que debería ser una vía estratégica para la productividad y el desarrollo regional, se convirtió en un símbolo del absurdo regulatorio.
Y así podríamos seguir: el tren eléctrico paralizado, concesiones energéticas detenidas por estudios interminables, empresas agrícolas que dedican 400 horas al año a llenar formularios, permisos municipales que duran más que una gestión presidencial.
Pero hay algo peor que la ineficiencia: la tentación que esta crea. Cuando los trámites son eternos, cuando todo depende de la discrecionalidad de un funcionario, cuando hay 14 formularios para hacer lo que en otros países se hace con un clic, surge un incentivo perverso: pagar por que el trámite avance. No porque se quiera, sino porque si no se hace, simplemente no se puede trabajar. Es aquí donde la regulación deja de ser un instrumento legítimo del Estado y se convierte en el alimento de la corrupción. Yo de las autoridades correspondientes le echaría un ojito a Migración, por ejemplo.
Este fenómeno no es exclusivo de Costa Rica. La OCDE lo ha documentado con claridad: a mayor complejidad normativa, mayores riesgos de prácticas corruptas. Países que han avanzado en transparencia han hecho precisamente lo contrario a lo que hacemos aquí: han simplificado, digitalizado y sistematizado la regulación. Han creado ventanillas únicas, eliminado normas obsoletas, limitado la discrecionalidad. En Nueva Zelanda, por ejemplo, se puede abrir una empresa en menos de 24 horas. En Dinamarca, las licencias de construcción básicas están automatizadas. En Canadá, cada nueva norma exige eliminar otra. En los Países Bajos, se impuso una meta clara: reducir la carga administrativa en 25% en una década. Y lo lograron.
¿Qué nos impide a nosotros hacer lo mismo? Nada, excepto la falta de voluntad política, la captura institucional por intereses creados, y una mentalidad estatista que confunde control con eficiencia.
La regulación es necesaria. Pero debe ser inteligente, proporcional, predecible. No puede ser un obstáculo a la inversión, ni un instrumento de extorsión institucional. Regular mejor no es regular menos, es regular con sentido.
Costa Rica necesita una reforma regulatoria integral. Una que parta de una revisión sistemática de los trámites existentes, elimine duplicidades, integre plataformas digitales, y cree mecanismos para evaluar ex ante el impacto de cualquier nueva norma. Necesitamos ventanillas únicas reales, interoperabilidad entre instituciones, plazos máximos obligatorios y sanciones para quienes incumplen. Pero, sobre todo, necesitamos comprender que el desarrollo no se construye con papeles, sino con decisiones. Desde hoy asumo un compromiso formal y público, que al diputado que en la Asamblea 26-30 lleve como agenda SOLO esto: ELIMINAR REGULACIÓN y no caer la vanidad de tener que ponerle su «nombre» a una ley que cree trámites, símbolos nacionales, cantones, instituciones contará conmigo como su asesor ad-honorem.
La tramitomanía es el nuevo rostro de la ineficiencia pública. Y mientras no la enfrentemos con valentía, seguiremos atrapados en el ciclo vicioso de normas que nadie entiende, obras que nunca se terminan, y ciudadanos que solo encuentran soluciones… cuando pagan por ellas.